domingo, 20 de mayo de 2012

El Mar





No concibo el mar que me rodea como una prisión de agua que me encierra en mi universo isleño, sino como una ventana azul para asomarme al mundo.


Si cierro los ojos frente a la orilla, la brisa me trae olores de otros pueblos de mar. Distingo puertos, espumas y atardeceres.


Cierro los ojos frente a la orilla y noto la mano cálida de un niño que aferra a la mía. El mar se refleja en sus ojos y él mira al mundo.



miércoles, 9 de mayo de 2012

A veces



A veces hay que estar en el sitio inadecuado en el momento más inoportuno.

A veces es mejor tener el corazón en la cabeza,
que la cabeza en el corazón.
Prefiero un cardiólogo a un psiquiatra.

A veces es mejor tener el corazón en la boca,
y en los labios.
Prefiero la melancolía a un dentista,
un desamor a un dietista.
Besos, a un adiós.

domingo, 6 de mayo de 2012

MI MADRE Y EL MAR

El día apareció especialmente gris y oscuro. Pero no ese gris y oscuro que amenaza tormenta, sino ese cielo gris y oscuro que hace que la vida te pese sobre los hombros. 

Quizá era solo un día triste más de invierno, o quizá que aquel era el día en el que iba a entregar a mi madre al mar.

Esperé sentado en la arena con mi padre a que llegara la barca con los pescadores. Nos habían citado en la misma pequeña porción de playa en la que pasábamos los veranos de la niñez. Los dos en silencio con la urna de sus cenizas a nuestros pies. Mientras esperaba pensé que resultaba curioso como ella que nunca aprendió a nadar ahora iba a reposar para siempre en su trocito de mar. Allí sentado me veía a mi mismo, treinta años atrás, jugando inocente en los veranos de la infancia en aquella misma arena. Cerraba los ojos y casi podía oírla, llamándome para comer o advirtiendo que no me acercara más a la orilla. Me agarré fuerte a la urna y recordé el verano que sin saber muy bien la razón me quedé solo unos días con ella. Jamás los olvidaría, fue quizá la única ocasión en la que la tuve solo para mi.

Era enero, la playa estaba desierta. El mar tan gris y oscuro como el cielo. La espera era serena. Tranquila. Ibamos a cumplir con lo que nos había pedido. El dolor había empezado ya a compartir hueco con la nostalgia y los recuerdos. La barca apareció recortándose frente a la barra natural de la playa. Poco a poco fue acercándose hasta la orilla. Los dos pescadores nos ayudaron a subir a los tres. 

Eran hombres de mar. De esos a los que los años de oficio hace que sea imposible calcularles la edad. Nunca sabes si son jóvenes con aspecto de viejos, o viejos con aspecto de hombres jóvenes. Los dos miraban con esa luz tenue que brilla en el fondo de los ojos de quienes han visto demasiado. De quienes han pasado media vida trabajando duro y la otra media esperando en la mar, para los que el tiempo no es una medida. Uno remaba y el otro sentado en la popa trataba de que aquel funeral de mar fuera un digno  último adiós a una mujer enamorada de las olas que nunca aprendió a domar.

Poco a poco la playa se fue alejando. Con cada golpe de remo sabíamos que se acercaba el momento de la despedida. Sencilla, en silencio. Solo  el sonido del viento y del agua en el bote. Mi padre y yo esquivábamamos las miradas. Ninguno quería añadir más dolor al otro, y tampoco interrumpir aquellos últimos e intensos momentos. El pescador dejó de remar y tiró el ancla. Había llegado el momento. 

El cielo seguía gris y oscuro. El sol se adivinaba peleando por salir por encima de las nubes. El mar en calma golpeaba la barca, casi pidiéndonos que se la entregáramos definitivamente. Pensé en lo pronto que nos la había reclamado. Ya nunca sería vieja como me la había imaginado tanto tiempo. Mi padre y yo sacamos la urna de la mochila y la depositamos juntos con suavidad en el agua, tumbándola en aquella cuna de espuma. Contemplé poco a poco en silencio como se hundía, como por fin ella estaba donde quería descansar. El mar mecía la urna, como si la acunara en una danza final de despedida de la vida. Los pescadores me consolaban con lágrimas en los ojos y uno de ellos cantó una canción de mar, de almas de marineros y de vírgenes. De mujeres que esperaban a sus maridos y de almas entregadas en al océano. Mi madre se llamaba Carmen, quizá no fue casualidad. El pescador cantó emocionado, hasta que la urna se hundió y despareció tragada por el océano. Se hundió y el agua gris hizo que ya no pudiera distinguirla. Me despedí. Los pescadores nos abrazaron a mi padre y a mi. Ahora nuestras vidas compartían un momento irrepetible, doloroso pero mágico. Nos confesaron a mi padre y a mi su pacto secreto. Su acuerdo después de años de salir antes de que el sol despuntara a la mar. Uno tiraría las cenizas del otro como habíamos hecho con mi madre. Y de vuelta a la playa silbaban canciones de marineros con la mirada de luz tenue perdida en sus propios recuerdos.

Ahora cuando vuelvo a la playa. Paseo y me mojo los pies en la orilla. Me gusta pensar que ella me los acaricia.